LOS ANTECEDENTES
Durante el gobierno de Felipe II, los Países Bajos y España entraron en un conflicto bélico cuyos orígenes se encuentran en cuestiones de índole ideológica, religiosa y política. Sin embargo el proceso de expansión económica comercial de la República de las Provincias Unidas, la controversia hispano-holandesa adopta a finales del siglo XVI cada vez más el carácter de un conflicto económico. Tras la muerte del Rey Portugués Sebastián I sin herederos, el Rey Felipe II hace valer sus derechos al trono en la batalla de Alcántara en 1581, la incorporación de Portugal al imperio Español supone un problema para el boyante comercio holandés, ya que los embargos impuestos al comercio holandés en América se ampliaba ahora a todo el extenso territorio portugués lo que comprometía seriamente el comercio con las Indias Occidentales.
Bajo estas circunstancias el Almirantazgo holandés toma la decisión de llevar el conflicto a territorio español con el envío de expediciones que tendrán no solo un marcado carácter militar, sino la intención de establecer un asentamiento que garantice el comercio con la metrópoli. La expedición es financiada en gran parte por comerciantes de las Provincias Unidas con la esperanza de conseguir un gran botín con el que recoger beneficios.
El 24 y 25 de mayo de 1599 se reunieron en las aguas de Wielingen, cerca del puerto de Flesinga, 73 embarcaciones de las provincias de Holanda y Zelanda. La armada, de unas dimensiones hasta entonces desconocida en la República, se agrupaba en tres escuadras con banderas insignias naranjas, blancas y azules. La escuadra naranja la comandaba el propio almirante Pieter Van der Doez que navegaba en el navío Orangieboom. La escuadra blanca estaba bajo las órdenes de Jan Gerbrantsz, y la azul llevaba como vice-almirante a Cornelis Gleyntsz van Vlissinghe. El 28 de mayo zarparon los navíos rumbo sur con la intención de acometer a los enemigos españoles en sus propias aguas, cortar las comunicaciones entre España y sus territorios de ultramar y aprehender barcos españoles y portugueses que se cruzaran por el camino.
PRIMERAS APROXIMACIONES
Tras una navegación sin incidentes, esperaba el almirante holandés tener el factor sorpresa de su lado. El 11 de junio emprenden un ataque al puerto de La Coruña. El objetivo principal es saquear toda la ciudad, destruir las embarcaciones fondeadas y tomar la flota que se encontrara en puerto. Nada pudieron hacer al encontrarse los españoles sobre aviso y preparados para resistir el ataque. Ante este fracaso, el holandés decide poner rumbo a Sanlúcar de Barrameda con el fin de coger por sorpresa la ciudad, pero tampoco se pudo llevar a la práctica ya que todas las guarniciones locales habían sido puestas en alerta. Frustrados sus planes en la Península habiendo perdido la ventaja de la sorpresa, toman la decisión de atacar al archipiélago canario al suponer que a tal distancia no habían llegado los avisos de alerta y que los medios de defensa serían inferiores. Tras haber navegado alrededor de Lanzarote y Fuerteventura, objetivos demasiado pobres para su misión, el 26 de junio de 1599 aparecen ante la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria.
Esa mañana, desde la montaña de Arucas, se pudieron vislumbrar varias columnas de humo que se elevaban desde la bahía de la Isleta en la capital de Gran Canaria. Pronto se oyó algún que otro cañonazo, señales convenidas tiempo atrás para avisar a las poblaciones vecinas de la presencia de naves sospechosas que se acercaban a la costa. Setenta y tres naves holandesas al mando del Almirante Pieter Van der Doez se presentaban a las playas de Las Palmas de Gran Canaria con afán de conquista. La flota de invasión la completaban unos diez mil hombres entre infantería y marinería, una expedición bastante numerosa teniendo en cuenta que la población de Las Palmas de Gran Canaria en aquella época no pasaba de los mil trescientos habitantes.
Pronto comenzaron a resonar las campanas de la iglesia de Arucas congregando a las milicias a toda prisa armadas con arcabuces, espadas, hachas, azadas y garrotes. Al mando del capitán Clemente Jordán y por el cura Fray Alonso Montesa se pusieron rumbo a la capital observando que por la costa ya se aproximaban los batallones de Gáldar y Guía dispuestos a unirse en la defensa.
Van der Does dedujo que la agitación que observaba en la ciudad indicaba que los canarios estaban dispuestos a defenderse y que habían comenzado los preparativos para impedir el desembarco. Lo cierto es que meses antes a través de los comerciantes ya se tenían noticias tanto en Canarias como en la Península, de la existencia de un plan Neerlandés de invadir territorio de la Corona española. Por este motivo se habían preparado bien las milicias y abastecidas las fortalezas de la isla.
EL DESPLIEGUE
En la ciudad se organizaba la defensa, las compañías se concentraron en la Plaza de Santa Ana, así como la artillería de que se disponía, compuesta por nueve cañones pequeños, sin contar los de las fortalezas que defendían la ciudad.
El Gobernador y Capitán General, Alonso de Alvarado, decidió evitar el desembarco enemigo en el puerto, tal como se había conseguido cuatro años atrás frente al ataque de la flota de Francis Drake. Se preparó la defensa en el istmo, que por entonces estaba formado por un sistema de dunas sobre el que hoy se asienta la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Las escasas fuerzas defensivas se situaron en las trincheras de Santa Catalina, emplazándose en ambos extremos las fortalezas de la Luz y de Santa Ana. Las compañías de milicias acudieron de toda la isla a colaborar en la defensa, Arucas, Guía, Galdar, La Vega, Telde y Aguimes. Entre las fuerzas destacaba un cuerpo especial capitaneado por el obispo de Canarias, Francisco Martínez de Ceniceros con sus canónigos, inquisidores y frailes franciscanos y dominicos. Cada uno de ellos portando su arma. Desde la muralla se dedicó a arengar a las tropas en la defensa de la ciudad.
Los navíos holandeses se habían situado en posición de combate, con 150 lanchas de desembarco preparadas para el ataque. Entre las 9 y las 11 de la mañana hubo un intenso cañoneo entre la artillería del castillo de la Luz y la de los barcos holandeses, varios de los cuales sufrieron graves daños. El fuego de los barcos enemigos se concentró en la fortaleza, lo que intimidó al alcaide, quien ordenó cesar en los disparos contra los atacantes. Esto permitió a los navíos holandeses acercarse más a tierra y batir la costa con sus cañones.
EL DESEMBARCO
Hacia las once de la mañana los holandeses avanzaron en sus lanchas tratando de tomar tierra en el desembarcadero del puerto, pero la defensa de las compañías isleñas y de la pequeña artillería, allí desplazada, impidieron esta primera intentona. El último disparo de la fortaleza de la Luz logró hundir dos lanchas. Después de bombardear la costa una vez más volvieron los holandeses al ataque. Pretendieron ahora hacerlo por la caleta de Santa Catalina pero éste era el lugar mejor defendido por los milicianos que los rechazaron causándoles numerosas bajas y daños. Otros dos intentos (uno más al norte de la playa y otro en el desembarcadero) fueron también repelidos merced a la heróica defensa de las compañías y artilleros.
Creyeron los canarios haber impedido que los atacantes tomaran tierra. Sin embargo, Van der Doez decidió intentar un quinto desembarco eligiendo para esta ocasión un punto de la costa de difícil acceso por mar y que por este motivo carecía de trincheras y defensas. Los canarios acudieron a este sitio, luchando a pecho descubierto y sin nada en que parapetarse. Se entabló un duro combate, y, aunque se consiguió dispersar y eliminar al primer grupo de holandeses que llegaron a tierra, la gran oleada de lanchas, protegidas por el fuego de los barcos alcanzó la orilla. Se desarrollaron en este lugar incontables hazañas y actos heróicos. Uno de ellos lo protagonizó Cipriano de Torres, capitán de la Compañía de la Vega, quien observando la llegada de la lancha que transportaba al propio Almirante se dirigió resueltamente hacia éste, que se cubría de pies a cabeza con una armadura y le asestó tres golpes de lanza que lo tumbaron haciéndole caer al mar. Van der Doez fue auxiliado por sus soldados que dispararon a quemarropa sobre el valiente defensor.
Ya en este combate los canarios tuvieron numerosas bajas, el propio gobernador y capitán general resultó gravemente herido, siendo trasladado a la ciudad. Su lugar fue ocupado por el teniente de gobernación Antonio de Pamochamoso. Alonso Alvarado murió el 20 de agosto a consecuencia de las heridas.
FIN DEL DESEMBARCO Y ASEDIO A LA CIUDAD
Finalmente, a costa de numerosas bajas, pusieron pie en tierra los atacantes. Los milicianos isleños se retiraron del istmo, replegándose lentamente hacia la ciudad. A su vez los holandeses desembarcaron el conjunto de sus fuerzas que sumaban más de seis mil hombres. Al anochecer de ese día 26 avanzaron por los arenales en dirección a Las Palmas de Gran Canaria formados en escuadrones. Antes habían conseguido la rendición de la fortaleza de la Luz apresando a sus ocupantes. Mientras, en la ciudad, se organizaba la defensa. La Audiencia emitió un bando para que todos los hombres disponibles se congregaran en torno a la muralla, las piezas de artillería salvadas del puerto fueron colocadas en el cerro de San Francisco y la fortaleza de Santa Ana se dispuso a entrar en acción. Los ancianos, mujeres y niños abandonaron la ciudad y se dirigieron a la Vega, en el interior de la isla, llevándose lo más valioso de sus propiedades y enseres.
Al acercarse los invasores, la pequeña fortaleza de Santa Ana disparó sus cañones haciendo blanco en la vanguardia holandesa, lo que les obligó a retroceder. Al oscurecer cesó el combate.
El asedio continuó al día siguiente. La defensa se centró en la muralla de Triana, en el torreón de Santa Ana y en las posiciones del cerro de San Francisco. Pamochamoso emplazó en este un nutrido grupo de defensores, dada la posición estratégica de la colina que, además permitía hostigar desde allí el campo enemigo. El enemigo se había emplazado en trincheras y parapetos en los arenales. Sus intentos de atacar la ciudad por San Lázaro, al norte, fueron abortados por los defensores. Durante el día fueron colocando piezas de artillería frente a la muralla, disparando contra ésta y haciendo frente al fuego de los defensores.
El lunes los holandeses estaban decididos a culminar el cerco. Su número era muy superior a los defensores y estaban mejor armados que éstos. Dispusieron entonces de buena cantidad de artillería traída desde los barcos, incluyendo la tomada de la fortaleza de la Luz y la emplazaron en dirección al cerro de San Francisco sobre todo hacia el torreón de Santa Ana, parapetando las piezas tras los muros de la ermita de San Sebastian y el hospital de leprosos de San Lázaro que se encontraban fuera de las murallas.
La fortaleza de Santa Ana jugó un valeroso papel en la defensa de las murallas al mando del alcaide Alonso Venegas Calderón. Sus hombres se portaron heroicamente, pero al fin cayó bajo el intenso fuego enemigo. Se cuenta que ya sin munición disparó las llaves del fortín contra los holandeses. Aunque parece más cierto que el alcaide había lanzado las llaves al mar para dar a entender a sus hombres que la única opción era resistir.
Al fin la ciudad cayó en poder de los holandeses hacia la una de la tarde. Las autoridades y los defensores evacuaron la villa y se marcharon a la Vega de Santa Brígida, en donde se establecieron los días siguientes. Durante toda la tarde las tropas invasoras se entregaron al saqueo. Poco les reportó el vandalismo excepto un poco de plata que encontraron oculta en la catedral.
LAS NEGOCIACIONES PARA LA CAPITULACION
El martes 29 de junio los holandeses enviaron una primera expedición militar a la Vega que fracasó al verse hostigada por grupos isleños dejando los invasores veinte muertos en el camino . Por la tarde remitió Van der Doez dos emisarios a los isleños refugidados en la Vega. Fueron dos prisioneros canarios, quienes expusieron a la Real Audiencia y a Pamochamoso, las condiciones que exponía el invasor. Para dialogar fueron remitidos el canónigo Bartolomé Cairasco de Figueroa y el capitán Antonio Lorenzo.
Con un fondeadero estable para la armada y con la tropa desembarcada la situación de Van der Doez podría parecer idónea, pero la realidad no era esa. Con las milicias canarias esperando fuera de la ciudad, bien atrincherada, la ciudad no podría mantenerse. Si el almirante quería tomar definitivamente la ciudad tendría que terminar con las milicias y conquistar la isla.
El ultimátum del holandés fue el siguiente: cuatrocientos mil ducados, a los que debía añadirse el tributo anual de otros diez mil o, a cambio, otros cien mil ducados. Los canarios dilataron las negociaciones. Habían tenido conocimiento de que la flota de la Nueva España pasaba próxima a las islas en su viaje a las Indias, por lo que se consideró oportuno entretener a los holandeses en una negociación que nunca se llevaría a efecto. Con ello se mantenía a las naves holandesas en el puerto de la Luz, dando tiempo a que la flota española se alejase de las aguas del archipiélago. Durante estos días los isleños continuaron inquietando y hostigando a los centinelas y avanzadas del ejército holandés. Indignado el Almirante ante la negativa a aceptar sus exigencias amenazó con pasarlo todo a fuego y cuchillo, y señaló la fecha del 2 de julio para el pago del rescate o arrasaría la isla.
LA BATALLA DEL MONTE LENTISCAL
Las tropas holandesas, al mando del comandante Gerardt Storm van Weenen, llegaron hasta la altura del pago de Tafira bajo un fuerte calor y un sol abrasador, con una vanguardia de trescientos mosqueteros. Cansados y sedientos, los invasores llegaron a la entrada del Monte Lentiscal, en donde se extendía un frondoso bosque de árboles lentiscos, así como de mocanes y acebuches, propios de la flora canaria de la laurisilva. El comandante ordenó la detención de sus fuerzas antes de seguir adentrándose en el bosque e incorporó un numeroso contingente de hombres a la compañía de mosqueteros, formando un escuadrón de mil quinientos soldados al mando del capitán Diricksen Cloyer.
Mientras tanto, una parte de los milicianos canarios atrajeron hacia el bosque a las fuerzas holandesas, que siguieron a los isleños adentrándose en la fronda. Hay que reseñar que los bosques de laurisilva configuran auténticas selvas impenetrables que dificultan mucho el tránsito y la visibilidad. Las fuerzas isleñas estaban integradas por unos pocos centenares de hombres, no más de quinientos. Envalentonados, los holandeses siguieron avanzando por el bosque, pero el calor continuaba haciendo estragos en aquellos soldados cubiertos de armadura y con equipo pesado, sin poder saciar su sed, ya que los isleños habían cegados los arroyos y acequias de agua.
En el momento elegido para el ataque, el gobernador y capitán general en funciones, Pamochamoso, ordenó al alférez Agustín de Herrera Rojas enarbolar varias veces la bandera a la vista de los holandeses y al capitán Juan Martel Peraza de Ayala redoblar los tambores durante largo rato para intimidar al enemigo aparentando todo el despliegue de una gran batalla.
Las fuerzas canarias, cuya vanguardia estaba integrada por las milicias de la Vega (grandes conocedores del terreno) al mando del capitán Pedro de Torres se lanzaron al ataque, hostigando tan hábil y valientemente a los holandeses, que inútiles sus mosquetes en la frondosidad del bosque, retrocedieron en medio del desorden y la confusión dispersándose entre la arboleda. El pánico cundió en las fuerzas invasoras, que sufrieron centenares de bajas dejando esparcido el campo de hombres y armas. El grueso de las tropas canarias se lanzó entonces en persecución de los holandeses que huían exhaustos.
Al fin el primer escuadrón holandés pudo establecer contacto con el resto de ejército comandado por Van Weenen, emprendiendo la retirada dentro de un orden. Sin embargo una compañía holandesa quedó aislada, siendo atacada por los hombres de Pedro de Torres, quienes aprovechándose de su destreza en deslizarse por los riscos cayeron sobre los invasores, salvándose muy pocos integrantes de este contingente. Entre las bajas holandesas figuraba el capitán Diricksen Cloyer.
De esta forma finalizó la gran expedición del ejército de Van der Doez al interior de Gran Canaria. En la batalla del Monte Lentiscal un reducido grupo de canarios enfrentados a un enemigo muy superior en número habían obtenido la victoria merced a su arrojo y valentía. El lugar en el que se produjeron los combates se conoce a partir de entonces con el nombre de Cruz del Inglés, ya que en principio se había confundido a los holandeses con ingleses.
HUIDA DEL EJERCITO INVASOR
Sabiendo insostenible la situación, Van der Doez ordenó reembarcar a sus tropas no sin antes proceder a destruir todo a su paso, desquiciado por la humillante derrota que le habían infringido las milicias isleñas. En días anteriores había embarcado todas las campanas de las iglesias de la ciudad, buena cantidad de vino y de azúcar. Durante el reembarco prendieron fuego a los conventos, a las casas obispales, al Cabildo de la isla, a la Real Audiencia, a los castillos, etc. De la catedral sólo quedó su fábrica. Las milicias isleñas que entraron tras la partida de los holandeses se dedicaron a extinguir el fuego que consumió gran parte de las viviendas de la ciudad, fue el declive y la ruina de la capital de las Islas, tardaría trescientos años en reemprender su desarrollo y alcanzar su renovada importancia.
Tras la huída precipitada de la capital, los holandeses se dirigieron hacia el sur de la isla haciendo aguada en una playa donde enterraron algunos de los heridos que había fallecido. Desde entonces se llamó Playa del Inglés.
Atrás los holandeses dejaron más de mil cuatrocientos hombres entre muertos y heridos. Las bajas canarias no pasaron de las trescientas.
NAVEGANDO HACIA EL DESASTRE
Tras dejar atrás la isla de Gran Canaria, los holandeses bordearon Tenerife y atacaron la isla de la Gomera. Sus habitantes también huyeron hacia el interior, pero Van der Doez consiguió un botín sustancioso. Sin embargo un grupo de isleños atacó una compañía holandesa que cargaba vino, azúcar y munición, acabando con ochenta de ellos. El Almirante ordenó quemar la capital por puro despecho.
Después de abandonar el archipiélago canario Van der Doez decidió dividir la flota en dos. Jan Gerbrantsz al mando de treinta y cinco naves regresó a Holanda con el fruto de los saqueos. El propio almirante con el resto de la flota se dirigió hacia el Caribe a proseguir con sus tropelías. Atacó la isla portuguesa de Santo Tomé, donde se apoderó sin muchos contratiempos de la población de Pavoasán, así como de sus baluartes. El botín consistió en cien piezas de artillería, mil novecientas cajas de azúcar, mil cuatrocientos colmillos de elefante, algodón y otras mercancías, así como oro y plata en pequeñas cantidades. Sin embargo la flota holandesa se vio comprometida por otro acontecimiento más catastrófico incluso que el sufrido en Gran Canaria. La malaria provocó estragos entre la tripulación, entre las víctimas estaba el almirante Van der Doez. A comienzos de 1600 la flota regresa a Holanda, con las tripulaciones diezmadas. Un barco holandés fue capturado por una galera del capitán general de los Países Bajos españoles, con el puerto a la vista.
Desde el punto de vista militar la expedición fue un fracaso, la reorganización de las defensas que había ordenado Felipe II habían dado sus frutos, y los holandeses no causaron ningún desperfecto a las colonias de ultramar españolas ni a las flotas y mucho menos lograron incomunicar los territorios españoles. Las bajas holandesas totales pueden calcularse en torno a los 2.000 hombres, casi un tercio de las tropas que embarcaron.
Desde el punto de vista económico el resultado fue aún más desastroso. Las ventas de los productos saqueados reportaron más de treinta mil libras flamencas, un buen botín si se considera la evolución de los ataques. Sin embargo la totalidad de lo subastado se dedicó a indemnizar a los mercaderes venecianos, propietarios legítimos de la mayoría de los bienes robados en Canarias, con el fin de conservar la alianza entre las dos repúblicas. Lo más trágico de todo fue el hecho de que gran parte de lo robado tanto en Canarias como en Santo Tomé pertenecía a comerciantes de las Provincias Unidas, la expedición no logró siquiera cubrir los gastos del flete de los barcos y el aprovisionamiento de partida. El almirantazgo holandés había enviado a Van der Doez a atacar Gran Canaria y Santo Tomé para robar bienes de los propios holandeses.
Para los españoles la expedición fue una gran victoria, el sistema defensivo funcionaba y anunciaba el principio del fin de los asaltos piratas a las posesiones españolas en ultramar. Sin embargo el poder hispano en el mar comenzaba a ser disputado por los holandeses, en Matanzas las Provincias Unidas conseguirían su preciada victoria.
4 comentarios:
El artículo de Van der Doez es el mejor que he leido acerca del él. Sólo añadir que hace tiempo(no recuerdo cuándo exactamente)Holanda pidió perdón por el ataque perpetrado por Van der Doez y regaló una campana a la ciudad de Las Palmas que ahora se conserva en la catedral de Santa Ana.Si no me equivoco esa campana pertenecia al barco insignea de la flota holandesa.
enorabuena por en artículo
Creo recordar que fue en 1999 con motivo de los 400 años del ataque holandés.
Muy buen artículo. Me gustaría saber la fuente de las armas usadas por los canarios, ya que planeamos hacer una recreación histórica en torno a estos hechos. Datos así son de grandísimo valor.
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